I. Claridad y distintividad 
1. Cualquiera que haya hojeado un moderno tratado común de lógica2 recordará, sin duda, la doble distinción entre  concepciones claras y oscuras, y entre distintas  y confusas. Durante cerca de dos siglos ha reposado en los libros,  sin modificación ni perfeccionamiento alguno, y ha sido considerada, en general,  por los lógicos como una de las perlas de sus doctrinas.
2. Una idea clara se define como aquella captada de manera tal que se la  reconoce dondequiera que uno la encuentra, sin que se la confunda con ninguna  otra. Se dice que es oscura si no alcanza esta claridad.
Es éste, más bien, un bonito retazo de terminología filosófica; con todo,  dado que lo que se está definiendo es claridad, hubiese deseado que los  lógicos hubiesen dado una definición un poco más llana. No poder nunca dejar de  reconocer una idea, no pudiendo confundirla bajo ninguna circunstancia con  ninguna otra, por más que pueda presentarse bajo una forma recóndita,  implicaría, ciertamente, una tal prodigiosa fuerza y claridad de pensamiento de  aquellas que raramente se dan en este mundo. Por otra parte, difícilmente parece  merecer el nombre de claridad de aprehensión el mero llegar a estar  familiarizado con la idea, reconociéndola sin vacilar en los casos habituales,  ya que, después de todo, no pasa ello de ser un sentimiento subjetivo de  habilidad que puede ser totalmente erróneo. Supongo, sin embargo, que cuando los  lógicos hablan de "claridad" lo que significan no es más que una tal  familiaridad con una idea, ya que consideran de tan poco mérito esta cualidad  que necesita complementarse con otra que llaman distintividad.
3. Una idea distinta se define como aquella que no contiene nada que no esté  claro. Esto es lenguaje técnico; los lógicos entienden por contenidos de  una idea todo aquello que está contenido en su definición. De manera que, según  ellos, captamos una idea de modo distinto cuando podemos dar una  definición precisa de la misma en términos abstractos. Los lógicos profesionales  dejan el tema aquí; y no me permitiría molestar al lector con lo que ellos  tienen que decir, de no constituir esto un patente ejemplo de amodorramiento de  la actividad intelectual durante un larguísimo tiempo, en el que desconsiderando  negligentemente la ingeniería del pensamiento moderno, nunca soñaron siquiera en  aplicar sus enseñanzas al perfeccionamiento de la lógica. Es fácil mostrar que  la idea de que la perfección de aprehensión reside en la familiaridad y en la  distintividad abstracta es algo que tiene su auténtico lugar en filosofías  extinguidas ya hace mucho tiempo; y que es el momento, ahora, de formular el  método de alcanzar una claridad más perfecta del pensamiento, tal como lo vemos  y admiramos en los pensadores de nuestro tiempo.
4. Cuando Descartes emprende la reconstrucción de la filosofía, su primer  paso es el de permitir (teoréticamente) el escepticismo, descartando la práctica  de los escolásticos de considerar la autoridad como la fuente última de verdad.  Hecho esto, busca una fuente natural de los verdaderos principios, y piensa  haberla encontrado en la mente humana; pasando así del modo más directo, tal  como expuse en mi primer artículo3, del método  de la autoridad al del apriorismo. La autoconciencia tenía que proveernos de  nuestras verdades fundamentales, decidiendo a la vez lo que era agradable a la  razón. Pero, evidentemente, dado que no todas las ideas son verdaderas, se  percató de que la primera condición de la infalibilidad es la de que tienen que  ser claras. No llegó sin embargo a caer en la cuenta de la diferencia entre una  idea que parece clara y la que realmente lo es. Confiando como confiaba  en la introspección, incluso en lo que respecta al conocimiento de las cosas  externas, ¿por qué iba a cuestionar su testimonio en lo que respecta a los  contenidos de nuestras propias mentes? Pero supongo que fue entonces, al ver que  hombres que parecían ser completamente claros y positivos mantenían, con todo,  opiniones contrapuestas en relación a principios fundamentales, cuando se  vio obligado a afirmar que la claridad de ideas no bastaba, sino que éstas  necesitaban ser también distintas, es decir, no tener nada que no estuviese  claro sobre las mismas. Lo que probablemente quería decir con ello (ya que no se  explicó con precisión) es que las ideas tenían que superar la prueba del examen  dialéctico; que, ellas, no sólo tienen que parecer claras de partida, sino que  la discusión no ha de poder alumbrar puntos de oscuridad en relación a las  mismas.
5. Esta fue la distinción de Descartes, que, como se ve, estaba a la altura  de su filosofía. Leibniz, de alguna manera, la desarrolló. Este enorme y  singular genio fue tan notable por lo que vio como por lo que dejó de ver. Una  idea perfectamente clara para él era la de que un mecanismo no podía funcionar  de manera perpetua sin estar alimentado de alguna forma de energía; con todo, no  entendió que la maquinaria de la mente, sólo puede transformar pero nunca  originar conocimiento a menos que se la alimente con los hechos de la  observación. Se le escapó así el punto más esencial de la filosofía cartesiana,  a saber, que el aceptar proposiciones que nos parecen perfectamente evidentes es  algo que, sea o no lógico, no podemos dejar de hacer. En lugar de considerar así  la cuestión, lo que intenta es reducir los primeros principios de la ciencia a  dos clases, la de los que no pueden negarse sin autocontradicción, y la de los  que se derivan del principio de razón suficiente (sobre el que hablaremos más  tarde), sin percatarse aparentemente de la gran diferencia entre su posición y  la de Descartes4. De ahí que recayese en las  viejas trivialidades5 de la lógica, y, sobre  todo, que las definiciones abstractas pasasen a ocupar un importante papel en su  filosofía. Era completamente natural, por lo tanto, que, al observar que el  método de Descartes operaba bajo la dificultad de que puede que nosotros  suframos la impresión de tener aprehensiones claras de ideas, que, en verdad,  son muy borrosas, no se le ocurriese otro remedio mejor que el de exigir una  definición abstracta para todo término importante. En consecuencia, al adoptar  la distinción de nociones claras y distintas6, describía esta última cualidad como la  aprehensión clara de todo lo contenido en la definición; desde entonces los  libros han reproducido continuamente sus palabras7. No hay peligro alguno de que su quimérico  esquema se sobrevalore de nuevo alguna vez. Nunca se puede aprender nada nuevo  analizando definiciones. Con todo, mediante este procedimiento podemos poner en  orden nuestras creencias existentes, y el orden es un elemento esencial de toda  economía intelectual como de cualquier otra. Puede aceptarse, por tanto,  que los libros tienen razón al hacer de la familiaridad con una noción el primer  paso hacia la claridad de aprehensión, y, del definirla, el segundo.
Pero al omitir toda mención a una perspicuidad más elevada del pensamiento,  simplemente reflejan una filosofía desintegrada hace ya unos cien años. Aquel  tan admirado "ornamento de la lógica" -la doctrina de la claridad y la  distintividad- puede ser algo bastante bonito, pero ya es hora de relegar esta  antigua bijou a nuestra vitrina de objetos curiosos, y de revestirnos de  algo más apto a los usos modernos.
6.8 La auténtica primera lección que tenemos  derecho a pedir que nos enseñe la lógica es la de cómo esclarecer nuestras  ideas. Es una de las más importantes, sólo despreciada por aquellas mentes que  más la necesitan. Saber lo que pensamos, dominar nuestra propia significación,  es lo que constituye el fundamento sólido de todo pensamiento grande e  importante. Lo aprenden mucho más fácilmente los de ideas parcas y limitadas;  siendo éstos mucho más felices que los que inútilmente se regodean en una  suntuosa ciénaga de conceptos. Una nación, es verdad, puede superar a lo largo  de generaciones las desventajas de una riqueza excesiva de lenguaje y de su  concomitante natural, una vasta e insondable profundidad de ideas. La podemos  encontrar en la historia, perfeccionando lentamente sus formas literarias,  desprendiéndose por fin de su metafísica, y alcanzando un nivel excelente en  todos los ámbitos de la vida mental, gracias a una infatigable paciencia que con  frecuencia es una compensación. No ha girado aún la página de la historia que  nos diga si un tal pueblo prevalecerá o no, a la larga, sobre aquel otro cuyas  ideas (al igual que las palabras de su lenguaje) son pocas, pero las domina  maravillosamente. Sin embargo, es incuestionable que, para un individuo, es de  mucho más valor tener pocas ideas pero claras, que muchas y confusas.  Difícilmente se puede persuadir a un joven para que sacrifique la mayor parte de  sus pensamientos con vistas a salvar el resto; una cabeza embrollada es de lo  menos apto para ver la necesidad de un tal sacrificio. Lo normal es que podamos  sólo compadecernos de él como de una persona con un defecto congénito. El tiempo  le ayudará; pero la madurez intelectual respecto de la claridad más bien tiende  a llegar tarde. Da la impresión de ser esto una organización desafortunada de la  naturaleza, tanto más cuanto que la claridad tiene una menor utilidad para el  hombre con una vida ya hecha, cuyos errores han tenido ya en gran medida sus  consecuencias, que para el que tiene todo el camino por delante. Es terrible ver  como una sola idea confusa, una sola fórmula sin significación, oculta en la  cabeza de un joven, actúa, a veces, como la obstrucción de una arteria por  materia inerte, impidiendo el riego cerebral y condenando a su víctima a perecer  en la plenitud de su vigor intelectual y en medio de la abundancia intelectual.  Hay muchos hombres que durante años han acariciado como su afición favorita la  vaga sombra de una idea, demasiado insignificante como para ser positivamente  falsa, y que, sin embargo, la han amado apasionadamente, la han hecho su  compañera día y noche, y, entregándole energía y vida, han abandonado en aras de  ella todas sus otras ocupaciones, viviendo en suma con ella y para ella, hasta  transformarse en carne de su carne y sangre de su sangre9; y que, de repente, despiertan una brillante  mañana y encuentran que se ha ido, que se ha evaporado limpiamente, como la  bella Melusina de la fábula, y con ella la esencia de su vida. Yo mismo he  conocido a un tal hombre, ¿y quién puede decir cuántas historias de círculos  cuadrados, de metafísicos, de astrólogos, y quién sabe qué, pueden expresarse en  esta vieja historia germana [¡francesa!]?10
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