viernes, 27 de mayo de 2011

Pensamiento: La ficción como conocimiento.



El giro estético de la epistemología.
La ficción como conocimiento,
subjetividad y texto
http://www.uc.cl/estetica/html/revista/pdf/Adolfo_Vssquez.pdf

RESUMEN • En el presente trabajo se analizará el alcance de la ficción como
conocimiento, subjetividad y texto, así como la relación entre mundo y lenguaje.
Se intentará dar cuenta del giro estético de la epistemología así como
del carácter ficcional de la realidad. Es así como la expansión de las categorías
estéticas —en el dominio de lo óntico y no sólo en el de lo semiótico-cultural—
proporcionará el único paradigma posible en las nuevas condiciones de nuestro
trato con la realidad. A este respecto, especial atención merecerán las categorías
de narratividad y mundo posible como instancias fundamentales de la
hermenéutica posmoderna.

AISTHESIS N° 39 (2006): 45-61 • ISSN 0568-3939
© Instituto de Estética - Pontificia Universidad Católica de Chile

EL GIRO ESTÉTICO DE LA EPISTEMOLOGÍA

La relación interna entre filosofía, literatura y arte permite examinar con
propiedad qué significan la pluralidad y complejidad en los usos de la razón.
Posibilita la aproximación a esos usos y figuras desde un ángulo privilegiado.
El interés por lo literario y artístico no tendría por qué significar un apresurado
abandono del modelo discursivo y analítico —que es característico de la
filosofía—, sino más bien el acceso a un punto de vista más completo, un
nuevo método reflexivo, otro límite crítico. Esta perspectiva facilita la puesta
al día de las tesis contemporáneas sobre la filosofía como emancipación, esto
es, como una salida de la minoría de edad. Es así como la estética ya no
aparece como una disciplina emplazada de modo periférico en la cartografía
de la organización del saber y en la enseñanza de las humanidades, sino como
la clave hermenéutica que permite entender el carácter ficcional de la realidad.
Este fenómeno, el de la «estetización generalizada», constituye una
revitalización para la filosofía, la que sale del estrecho ámbito en que permanecía
recluida por el paradigma cientificista aceptado y canonizado por la
tradición moderna.


La expansión de las categorías estéticas proporciona el único paradigma
posible en las nuevas condiciones de nuestro trato con la realidad. Mi opinión
es que nuestra concepción —posmoderna— de la realidad, nuestra «filosofía
primera», se ha vuelto, en un sentido elemental, estética. «Filosofía primera»
es el título de aquel capítulo de la ciencia en donde se hacen las afirmaciones
fundamentales sobre la realidad.

Aquí viene a cuenta la afirmación del carácter ficcional de la realidad,
aspecto central de las ideas aquí en curso. Espacios ficcionales, campos de
proyección de la experiencia, métodos y perspectivas transdisciplinarias constituyen
los distintos niveles a través de los cuales se trata de definir un nexo
complejo entre discursos. La ficción como conocimiento, subjetividad y texto,
así como la relación entre mundo y lenguaje, pretenden acotar algunas dimensiones
de esa relación.

Desde hace algún tiempo, como eco tardío del programa de Duchamp, la
crítica de la cultura ha venido considerando con especial atención algunos de
los nexos que aquí se proponen entre ficción y conocimiento, probablemente
porque los criterios para construir y reconstruir una visión de lo real tienden
a definirse cada vez más en términos de transición, desplazamiento, deriva,
desmantelamiento y fractura. La filosofía y las artes narrativas —como la
literatura y el cine— han sido disciplinas particularmente sensibles al clima
de estas controversias en las que se deja entrever cierta fatiga de material e
inequívocos signos de cansancio, momento propicio para analizar la fase
larvaria del proyecto posmoderno (Koslowski,1987: 126), pues, como decía
Kafka, la estructura de una casa sólo aparece cuando la edificación está en
ruinas.

TRANSTEXTUALIDAD, LENGUAJES HÍBRIDOS Y RECUPERACIÓN
DEL HABLA EMPÍRICA

Es así como de forma paralela a los cambios en las artes y las humanidades, y
a veces operando dentro de ellas, los discursos que tradicionalmente se situaban
en el ámbito de la crítica cultural han sufrido una gran implosión. Las disciplinas
antes rigurosamente separadas, de la historia del arte, la crítica literaria,
la sociología, las ciencias políticas y la historia, comienzan a verse difuminadas
en sus límites y a cruzarse en una particular clase de estudios híbridos y transversales,
que ya no se podían asignar fácilmente a un dominio u otro. Dando
lugar a un nuevo fenómeno discursivo, que sólo puede ser designado —genéricamente—
como theory (teoría). La original forma de estos trabajos refleja,
como veremos, la creciente textualización de sus objetos, lo que muestra un
resurgimiento, aunque mucho más versátil, de la antigua práctica del «comentario
»; género que, al igual que el «discurso de sobremesa» autores como
Nicanor Parra suscriben. En Parra tenemos uno de los ejemplos más sobresalientes
de estos escritos deconstructivos, con su claro énfasis en la narratividad
como instancia fundamental de la razón posmoderna.

La puesta en crisis y ruptura de los modelos canónicos de la literatura y del
discurso mediante las estrategias de la parodia, la reproducción en serie, la
hibridación de los textos y géneros dominantes de la tradición, así como las
variadas modalidades de la transtextualidad, han roto o debilitado la naturaleza
y los tipos de los textos conocidos, han diluido los límites y abierto las
fronteras entre ellos, al mismo tiempo que han puesto en duda la influencia, el
sentido y la validez de conceptos como verosimilitud, realismo, ficción, referente,
veracidad, y su conexión necesaria con determinadas clases de oralidad,
de escritura y —finalmente— de lógica.

Es así como Parra, emancipándose de las categorías heredadas del gusto,
del estilo y de la lírica, se sitúa en una perspectiva problematizadora, al instalar
—como dispositivo desmantelador— su concepción estética, cuyos aspectos
principales se refieren a la sustitución de un vocabulario poético gastado,
por las expresiones coloquiales más comunes, entre las que no escasean ni la
información periodística ni el léxico burocrático, en un contexto general que
suele adoptar con frecuencia un carácter conversacional. Sin embargo, Parra
consigue siempre sacar el mejor partido de las palabras, y la incorporación de
aquellos elementos considerados durante mucho tiempo atrás como espurios,
le permiten describir, cabalmente, los contenidos de la vida moderna.
Los antipoemas son radicales —y corrosivas— afirmaciones sobre la constitución
y el devenir de la realidad en sus más diversas dimensiones. Un lenguaje
que habla de la realidad, a la vez que discurre sobre su propio hablar
—sobre su constitución como discurso—, que exhibe su andamiaje así como
los límites de su capacidad testimonial y cognoscitiva.

Nicanor Parra es uno de los primeros grandes descontentos de la modernidad.
Lo ha sido de un modo radical y sistemático, poniendo en duda la racionalidad
hegemónica de lo moderno en su mismo centro: el discurso humanista.
Su poesía, por ello, no se deriva de ningún relato mayor: es más bien, la
puesta en duda —sospecha— de todos los relatos totalizadores y sus agentes
privilegiados; empezando por la poesía misma, siguiendo con el poeta y terminando
con el lector o, al menos, con la lectura idealista de las sumas armónicas,
y propiciando, en cambio, una práctica de sustracciones, que hacen del
poema una actividad refleja, de reacciones simultáneas; gracias a las cuales
se descuentan del lenguaje la sobrecarga interpretativa, las ataduras ideales
y metafísicas, líricas y globalizantes, que mal explican la experiencia empírica,
la vulnerable cotidianeidad (Vásquez Rocca, 2004).

De este modo, como lo ha evidenciado Parra, el arte contemporáneo ya no
puede ser entendido como un fenómeno específico o aislado, sino como algo
que recorre de modo transversal los fenómenos más cotidianos de nuestra
vida. Las obras de arte no son, pues, objetos aislados del mundo y de su acontecer,
sino más bien organizaciones imaginarias del mundo, las que para ser
activadas requieren ser puestas en contacto con un modo de vida, con un
fenómeno concerniente al ser humano, de modo tal que, como se hace evidente
en la posmodernidad, arte y vida se codeterminan y se copertenecen.
La estética entiende a la filosofía como creatividad y, en consecuencia, el
pensamiento contemporáneo expresa sus inquietudes considerando el arte
como origen y germen de sus reflexiones. Los problemas estéticos no son asuntos
periféricos de la vida colectiva, sino que se han convertido en un proceso
social que gobierna la producción y consumo de objetos, la publicidad y la
cultura.

Los objetos artísticos poseen —en este sentido— una particular dimensión
ontológica y cognoscitiva, adquiriendo el estatuto de huella antropológica, de
síntoma histórico-cultural de determinadas sensibilidades propias de la comunidad
que las realizó.

En las producciones artísticas —con sus resonancias filosóficas y espirituales—
es posible leer la sensibilidad de una época o, si se quiere, la condición
psicológica de la humanidad en una situación dada. Los cambios de sensibilidad
se reflejan en las variaciones de estilo, los que no son (y no pueden
ser) arbitrarios o accidentales, sino más bien han de hallarse en conexión
regular con los cambios que se verifican en la constitución psicoespiritual de
la humanidad, cambios que se reflejan en la historia de los mitos, del inconsciente
colectivo, de las religiones, de los sistemas filosóficos, de las instituciones
de la sociedad occidental.

Lo que aquí se persigue es la superación de la discontinuidad arte-vida,
trascender la discontinuidad de los signos que intervienen lo real, producir
una fractura en los procesos institucionalizados de delimitación, de los ritos
separadores y normas diferenciadoras, de las anquilosadas formas del relato,
en un arte que corre el peligro de volverse inocuo bajo el influjo de la tradición
aristocratizante de las «Bellas Artes», de la academia y el museo donde
incluso el horizonte estético de la vanguardia se transmite ya como clasicismo
de la contemporaneidad. Donde incluso la visualidad de masas, subsumida
por las formas industriales de producción, ha perdido su potencial insurrecto,
su posibilidad de socavar los cimientos del establishment cultural, de deconstruir
los aparatos ideológicos enquistados —inadvertidamente— en los sistemas
narrativos que nos han colonizado, como la teoría del conflicto central propio
de la industria hollywoodense y que creadores como Raúl Ruiz han combatido
sin capitular.
La razón narrativo-poética —o la «lógica» del discurso estético— es una
razón volcada hacia la revelación interpretativa de su objeto. En la razón
poética aparece, lo que podemos denominar, una conciencia hermenéutica. Es
ésta una razón volcada hacia la capacidad interpretativa de la razón.
Los mundos ingentes del arte poseen una consistencia ontológica propia,
constituyen una realidad autónoma, con un telos propio, no ordenada a ser
representación alguna de otras realidades, aun cuando pueden interpelarla,
parodiarla o negarla, siendo pues el arte un simulacro de resonancias interpretativas,
un campo de proyección de la experiencia.

LOS MUNDOS DEL TEXTO
Los textos contienen universos semánticos que pueden ser descritos como
mundos. Los mundos del texto pueden hacer referencia al mundo real o pueden
producir mundos posibles, contrafácticos, alternativos. Es el caso de los
textos de ficción, que se especializan en la construcción de mundos comunicables,
aunque no habitables. Los mundos posibles del texto son construcciones
culturales, mundos de papel, cuyo espesor real es puramente semiótico. Como
producciones de la imaginación humana no son desdeñables, pues al distanciarse
de las limitaciones del mundo real nos permiten contemplar nuestros
anhelos, sueños o posibilidades. Por otra parte, al retornar desde ellos al mundo
cotidiano, contribuyen a iluminarlo, a percibirlo desde una óptica diferente.
También hay que pensar las relaciones entre el mundo construido o reconstruido
por el texto y el mundo social o natural. Los mundos construidos por la
cultura, amueblados culturalmente por las artes y las ciencias, son mundos
intermedios entre los mundos fácticos y contrafácticos. Así, la actividad
específicamente humana es la construcción de mundos y a ella se aplican las
construcciones culturales, científicas y mitológicas, entre otras. El placer del
texto artístico (y el de todas las artes según sus modos de producción
significante) nos libera de nuestras limitaciones de seres biológicos y nos permite
pensarnos como seres que encuentran en la expresión de los sentimientos
e ideas estéticas y creativas un nuevo estado de ser que, arrancando de él,
supera con mucho el sustrato biológico sobre el que se encuentra asentada
nuestra vida.

Ahora bien, el dominio semántico del texto narrativo contiene varios
submundos. El dominio semántico del texto es así una colección de mundos
posibles ensamblados —entramados— unos con otros, en una especie de
empotramiento recursivo.

Umberto Eco (1981: 191) presenta la idea de una oposición entre mundos
reales y posibles dentro de la trama (la «fábula» en su terminología) del texto
narrativo. Este contraste le permite estudiar la interacción de hechos narrativos,
las representaciones de los caracteres de estos hechos, y sus creencias sobre
las creencias de otros caracteres. Él también aplica los conceptos de la lógica
modal a la dinámica del proceso de lectura, asimilando los mundos posibles a
las inferencias y proyecciones construidas por los lectores cuando se mueven
a través del texto. Estos mundos posibles pueden actualizarse, o pueden permanecer
en un estado virtual, dependiendo de si el texto verifica, refuta, o
deja indecisa la racionalización del lector hacia los eventos narrativos. Como
en el cine de Raúl Ruiz (Vásquez Rocca, 2006), donde el universo narrativo
está hecho de historias que se entrelazan y se cruzan reingresando sobre sí
mismas, al modo de las paradojas autoreferenciales tan propias de la lógica
contemporánea —donde se pone en entredicho el principio de no contradicción,
que tiranizó durante siglos la lógica de Occidente—, dando de este modo,
lugar a una especie de polisemia visual donde se explora, por ejemplo, la idea,
tan cara para la física cuántica, de que no existe simplemente una historia
para el universo, sino una colección de historias posibles para él, todas igualmente
reales. A esta posibilidad, la de internarse en los zigzagueos de estas
historias, que se van armando a la manera de una urdiembre ontológica que
entrelaza las diversas dimensiones de una realidad que en último término, y
en una apelación chamánica, Ruiz dirá que obedece a un plan secreto, plan
que al modo de un enigma siguen todas sus películas. La forma de polisemia
visual a la que refiere consiste en mirar una película cuya lógica narrativa
aparente sigue siempre más o menos una historia y cuyos vagabundeos, fallas,
recorridos en zig-zag, se explican por su plan secreto (Ruiz, 2000,
capítulo 5). Este plan sólo puede ser otra película no explícita cuyos puntos
fuertes se ubican en los momentos débiles de la película aparente. Imaginemos
que todos estos momentos de relajo o distracción narren otra historia,
formen una obra que juegue con la película aparente, que la contradiga y
especule sobre ella.

LA FICCIÓN COMO CAMPO DE PROYECCIÓN DE LA EXPERIENCIA
Ahora bien, a través de la literatura llegamos a estar familiarizados con situaciones,
sentimientos, formas de vida, obteniendo así una mirada desde dentro,
epistemológicamente empática. Cada nueva visión del mundo constituye
un nuevo tipo de conocimiento, un conocimiento que puede incluir aspectos
cognitivos y emotivos, y que demandará, probablemente, algún tipo de lógica
paraconsistente. Es en este sentido en que creamos o descubrimos mundos
(dependiendo del estatuto ontológico otorgado a la ficción), también establecemos
o desentrañamos la legislación lógica, según la cual tal curso de sucesos
o tal tipo de entidades son o no admisibles al interior de este particular
mundo posible. El objeto estético, cimentado en la ficcionalidad, funda su propia
situación y posibilidad de interacción comunicativa.

Precisamente, es en la constante recreación de sus objetos, en un espacio
de representación colectiva, donde surgen las distintas disciplinas científicas,
donde se da la ciencia. Es, precisamente, en una particular forma de hablar y
de referirse a objetos, creándolos con el habla, donde se funda, por ejemplo, la
medicina como cuerpo autónomo de conocimientos, vale decir como ciencia
de primer orden. Las disciplinas se constituyen a partir de discursos. Por esto,
es necesario estudiar el discurso científico en tanto que discurso, hay que reflexionar
sobre sus orígenes y modo de constitución, hay que aceptar que no
es sólo un producto sino una fuerza productiva. La realidad es una narrativa
exitosa. Es aquello que se hace hablando. Las comunidades científicas son
comunidades de problemas y, sobre todo, de retóricas, reconstrucciones de
objetos que sólo existen en tanto se habla de ellos de una determinada manera.
En el nivel ficcional se establece un nuevo estatus óntico, en el cual habitan
sujetos lingüísticamente constituidos.

Así, pues, la narración de ficción constituye un modelo análogo del universo
real, lo que permite, como en todos los modelos, conocer la estructura y los
procesos internos de la realidad y manipularla cognitivamente. Se otorga así
un valor cognoscitivo a la ficción, de modo tal que todas las posibles connotaciones,
no expresadas directamente por el texto, sino —más bien— mostradas
implícitamente o implicadas contextualmente en lo dicho por el mismo,
iluminan aspectos de la realidad que sin estas extrapolaciones ficcionales permanecerían
en penumbras.

La relación entre ficción y plano referencial se asienta en el modelo de la
realidad efectiva. Por supuesto que cada complejo ficcional se basa en la formulación
de sus propias coordenadas de referencia —personajes, narradores
y lógicas— en cronotopías que reformulan la legalidad del mundo real. El
universo imaginario no puede abjurar completamente de los esquemas de
estructuración de la realidad y, por ello, la ficcionalidad se fundamenta en
«modelos» de interacción centrados en las constantes de cognición, construcción
y coherencia (Cuesta Abad, 1997: 207-8). Y es, justamente, esta
«binariedad» en el análisis la que confiere a la teoría de los mundos posibles1
su riqueza.

La verdad se entreteje en la ficción a través de la actividad mimética, en
tanto la fábula da forma a componentes que son inmanentes al texto pero lo
trascienden, como figuras de nuestras prácticas de vida que, a su vez, la lectura
vuelve a trascender y transformar en el texto mismo y en el sí mismo del
lector, que no suele ser inmune a este juego de verdades que circula libre y
reguladamente en los viajes de la trama.

La trama ejerce una operación mediadora a través de la cual los acontecimientos
singulares y diversos adquieren categoría de historia o narración. La
trama confiere unidad e inteligibilidad a través de la síntesis de lo heterogéneo.
Nada puede ser considerado como acontecimiento si no es susceptible de
ser integrado en una trama, esto es, de ser integrado en una historia.
Así, la ‘ficción’ no se refiere a la realidad de un modo reproductivo, como
si ésta fuera algo dado previamente, sino que hace referencia a ella de un
1 Hacia 1710, Leibniz acuñó la denominación «mundo posible». Según el filósofo
alemán, hay una «infinidad de universos posibles en las ideas de Dios» (Leibniz, 1984:
38). El Ser Supremo ha escogido un mundo de entre la multiplicidad que se le ofrecía y
éste ha sido imbuido con el rango de real. De aquí se puede derivar, en primer término,
que los mundos son posibles en la medida en que a ellos subyace la cualidad de la
alternatividad y, luego, que para que exista un mundo se requiere de «alguien» que lo
sustente. Teóricos de la literatura como Dolezel (1979), Van Dijk (1980), Eco (1978) y
otros de la lógica, como Kripke (1980), han relacionado la idea leibniziana de mundo
posible con nociones de lógica y de semántica modal, a fin de aplicar la categoría de
mundo posible al análisis de la ficcionalidad. Por ello, el énfasis puesto en el discurso
está dado por la importancia que se reconoce en la retórica, instrumento
por el cual se articula la generación de discursos institucionales que, a su vez,
dan lugar a la construcción de hechos e, incluso, de individuos. Centrarse en el
discurso significa que el interés se articula en torno al habla y a los textos como
parte de prácticas sociales, como formas de vida (Wittgenstein, 1988, § 19).

EL CARÁCTER ESTÉTICO-FICCIONAL DEL CONOCIMIENTO;
DE FEYERABEND A BEUYS
El posmodernismo como ideología puede ser entendido como un síntoma de
los cambios estructurales más profundos que tienen lugar en nuestra sociedad
y su cultura, en sus modos de producción.
Esta constatación del modo diferente de construcción de la realidad va
seguida de la distinción entre una estetización superficial y una profunda: la
primera refiere a fenómenos globales como el embellecimiento de la realidad,
lo cosmético y el hedonismo como nueva matriz de la cultura y la estetización
como estrategia económica; la segunda incluiría las transformaciones en el
proceso productivo conducidas por la nuevas tecnologías y la constitución de
la realidad por los medios de comunicación. Dentro de este escenario global
es que se ha venido gestando la «estetización epistemológica» o como aquí
hemos querido llamarla: «el giro estético de la epistemología». Éste se inicia
con el establecimiento de la estética como disciplina epistemológica basal,
que pasa por la configuración nietzscheana del carácter estético-ficcional del
conocimiento y termina en el siglo XX con la estetización epistemológica que
puede rastrearse en la teoría de la ciencia, la hermenéutica, la nueva filosofía
analítica y la historia de la ciencia.

Para situarnos en una perspectiva que nos permita abordar estas cuestiones,
que nos obligan a salir de los paradigmas de la racionalidad tradicional,
es fundamental traer a cuenta las ideas de uno de los epistemólogos más imaginativos
que dio el siglo recién pasado. Me refiero, sin duda, a Paul Feyerabend
y su «teoría anarquista del conocimiento» o, si se prefiere, a su etnografía
cognitiva, donde nos señala que: al tratar de resolver un problema, los científicos
utilizan indistintamente un
procedimiento u otro: adaptan sus métodos y modelos al problema en cuestión,
en lugar de considerarlos como condiciones rígidamente establecidas
para cada solución. No hay una ‘racionalidad científica’ que pueda considerarse
como una guía —universal— para cada investigación; pero, y esto es lo
que hay que considerar, hay normas obtenidas de experiencias anteriores,
sugerencias heurísticas, concepciones del mundo, disparates metafísicos, restos
de teorías abandonadas y de todo ello hará uso el científico en su investigación.
Aquí se observa la fundamental importancia de la plasticidad intelectual,
pues es sólo intuitivamente que en cuestiones de diversa naturaleza
podrá determinarse qué criterio seguir en cada caso para preferir un método
a otro. De lo anterior se desprende, lo que constituye el eje de este escrito,
que la ciencia se encuentra mucho más cerca de las artes de lo que se afirma
en nuestras teorías del conocimiento favoritas» (Feyerabend, 2000: 89).
En este sentido apunta Einstein cuando sostiene que, en ciencias «la imaginación
es más importante que el conocimiento»: «Soy lo suficientemente artista
como para dibujar libremente sobre mi imaginación. La imaginación es
más importante que el conocimiento. El conocimiento es limitado. La imaginación
circunda el mundo» (en Sylvester Viereck, 1929).

Del mismo modo Joseph Beuys, el artista conceptual que alcanzó celebridad
en los Documenta de Kassel, con su arte antropológico pone en operación
la idea de que todo conocimiento humano procede del arte, de la plasticidad
y del diseño de los pensamientos (Bodernmann-Ritter, 1995: 91-2). El concepto
de ciencia es sólo una forma de lo creativo en general. La ciencia no es
una cosa fija, así como la inteligencia, que no se caracteriza por la rigidez,
sino precisamente por lo opuesto, por la plasticidad, por su capacidad de mutar
en entornos y circunstancias nuevas, siendo lo definitorio de la inteligencia su
capacidad adaptativa. Pero el énfasis en la reproducción mecánica de ideas
—de las mismas ideas— la puesta en ejercicio de una inteligencia técnica
parece anquilosada en concepciones educativas decimonónicas, conservadoras
y funcionales al sistema del poder. Por ello lo que es la ciencia en cada
momento es algo que hay que estudiar con particular atención. No hemos
llegado al fin de la historia ni al final del concepto de ciencia, el positivismo y
la explicación causal son sólo formas de transición. Formas que pueden en un
futuro próximo dar paso —según circunstancias aleatorias— a nuevos modos
de «racionalidad» o, si se quiere, nuevos estándares para demarcar lo que es
o no una explicación válida.

LA VOLUNTAD DE ILUSIÓN EN NIETZSCHE
Para completar estas tesis en torno al giro estético de la epistemología no es
posible dejar de atender a Nietzsche, el antecedente más temprano y fundamental
de esta nueva direccionalidad que ha adquirido el pensamiento contemporáneo.
Aun cuando en los estudios de Derrida y de Ricoeur en torno a la metáfora
y la interpretación apenas se insiste en Nietzsche, todo cuanto se piensa, se
piensa a partir de él (Leyra, 1995: 153). La influencia que el pensamiento de
Nietzsche ha producido en la mentalidad de Occidente es tan grande que ya
no es posible filosofar sin contar con las impresiones causadas por su obra. Lo
primero que debemos constatar es el giro que imprime a la filosofía. Un giro
vinculado a lo artístico, que desplaza las líneas de fuerza de la reflexión occidental
asentadas sobre la epistemología para dar paso a una reflexión que
busca en la estética, entendida como reflexión sobre los estados y procesos
creativos, la clave a partir de la cual llevar a cabo una comprensión de todos
los ámbitos del pensar humano incluida la filosofía misma.
Con Nietzsche se inaugura un modo de interpretación del patrimonio cul
tural que requiere un talante específico, una mirada que no se fija en el pasado
para llevar a cabo el inventario de los saberes ni exclusivamente en el
futuro para convertirse en la búsqueda extraviada del visionario, sino que
consiste en el ejercicio de ese juego de visión retrospectiva y proyectiva a la
vez; en este caso, desde las creaciones del pasado hacia las que en el instante
están gestando el futuro, juego por el que una mirada creadora recupera en los
antiguos saberes las posibilidades de su propio valor y de su propia eficacia.
Para ello Nietzsche, ante la pregunta ¿qué es la filosofía: un arte o una
ciencia? se responde: «Es un arte en sus fines y productos. Pero su medio de
expresión, la exposición a través de conceptos, es algo que tiene en común
con la ciencia. Es una forma de la poesía. Imposible clasificarla. Nos hará
falta inventar y caracterizar una categoría nueva» (Nietzsche, 1974: 32).
Nietzsche, en varios pasajes de sus obras, pero sobre todo en su pequeño
escrito Sobre verdad y mentira en sentido extramoral (que vio la luz como
póstumo en 1903), va aclarando que la fuente original del lenguaje y del conocimiento
no está en la lógica sino en la imaginación. En la capacidad radical
e innovadora que tiene la mente humana de crear metáforas:
¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas,
metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones
humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y
retóricamente y que después de un prolongado uso, un pueblo considera
firmes, canónicas y vinculantes. Las verdades son ilusiones de las que se ha
olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible,
monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas
como monedas, sino como metal (Nietzsche, 1963: 245).

Friedrich Nietzsche
Estos supuestos dan la clave de la respuesta de Nietzsche a la pregunta por
el impulso a la verdad. El hombre es un animal social y ha adquirido el compromiso
moral de «mentir gregariamente», pero con el tiempo y el uso inveterado
«se olvida [...] de su situación [...] por tanto miente inconscientemente y
en virtud de hábitos seculares y precisamente en virtud de esta inconsciencia
[...] de este olvido, adquiere el sentimiento de verdad» (Vaihinger: 2).
Mentir ha dejado de ser algo que pertenezca a la moralidad y se convierte
en «desviación consciente de la realidad que se encuentra en el mito, el arte,
la metáfora». Mentir, en el terreno de la estética, es simplemente el estímulo
consciente e intencional de la ilusión: «nuestra grandeza reside en la suprema
ilusión, pues es ahí donde somos creadores». Conocer es simplemente trabajar
con la metáfora favorita de uno... porque la construcción de metáforas es
el instinto fundamental del hombre.

Pero aún hay más. Para Nietzsche puede haber errores necesarios: «a veces
necesitamos la ceguera y debemos permitir que ciertos errores y artículos
de fe permanezcan intactos en nosotros mientras nos mantengan en vida».
Varios pasajes corroboran este convencimiento nietzscheano:
Hemos organizado un mundo en el que podamos vivir suponiendo cuerpos,
líneas, superficies, causas y efectos, movimiento y reposo, forma y contenido;
¡sin estos artículos de fe nadie sería capaz de soportar la vida! Pero esto
no significa que ya se ha aprobado algo. La vida no es argumento; pues el
error podría ser una de las condiciones de la vida (Vaihinger, 1998).
Nuestra concepción empírica del mundo se basa en presupuestos fundamentalmente
erróneos. En filosofía, sujeto y objeto son conceptos artificiales,
aunque coyunturalmente indispensables, de allí que, por ejemplo, causa y efecto
no deberían reclamar el estatus de categorías concretas, sino —tan sólo—
deberían usarse como ficciones convencionales con el propósito de definir,
entender y explicar el mundo.

Aquí se asientan las bases del perspectivismo de Nietzsche, así como uno
de sus supuestos fundamentales: el carácter ficcional de la realidad. La realidad
es una construcción poética, un simulacro, y nuestras interpretaciones
son un arreglo del mundo de acuerdo a nuestros particulares intereses vitales.
Construimos nuestras narraciones a la vez que nos inventamos una vida. La
razón narrativa es lo que permite esta inventiva fundamental, la de hacer de
nuestra vida una faena poética, un itinerario abierto tanto a las formas estéticas
o trágicas del vivir. En ello se define nuestra posibilidad y nuestro riesgo.
A este respecto, Derrida expone la conveniencia de elaborar una historia
de la escritura asumiendo la encarnadura del propio escritor en su obra, asumiendo
que escribir es escribir-se, a la vez interpretarse y constituirse en una
tarea que compromete el sentido del hombre mismo que la lleva a cabo.
Esta necesidad de metáforas, Nietzsche la extrapola a todos los campos
del quehacer humano, tanto los del saber como los del lenguaje. Ella se convierte
en un impulso fundamental del hombre del que no puede prescindir ni
aun cuando esté produciendo conceptos para la ciencia. Esto se evidencia
particularmente en la capacidad artística del hombre, en su afán de configurar
el mundo existente, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente,
tan inconexo, tan encantador y eternamente nuevo, como lo es el
mundo de los sueños.

El hombre toma conciencia de estar despierto cuando en alguna ocasión
un tejido de conceptos es desgarrado de repente por el arte y llega a creer que
sueña. La diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado, como el de los
antiguos griegos es, de hecho, merced al milagro que se opera de continuo, tal
y como el mito supone, más parecida al sueño que a la vigilia del pensador
científicamente desilusionado.

La naturaleza del lenguaje es esencialmente simbólica, figurativa o
metafórica. No podemos sobrepasar sus límites. No existe realidad-fundamento
anterior al lenguaje que pudiera ser el criterio de verdad para distinguir
un lenguaje literal de otro imaginario o retórico.2

Somos un animal de ficciones, tenemos la capacidad de referir a los organismos
de la naturaleza nominándolos con nombres equivocados: sustancias,
atributos, causas, efectos. En este sentido, por ejemplo, la física hace uso de la
teoría cuántica, aunque esté lejos de poder probar los universos alternativos
que de ella se desprenden y alimentan la ficción; pese a todo, es una de nuestras
construcciones más fructíferas, de modo tal que la teoría científica sirve
al científico como una herramienta conveniente, como una abreviatura de sus
medios de expresión. El último de los filósofos prueba la necesidad de la ilusión.
La consumación de la historia de la filosofía es, por tanto, de acuerdo
con Nietzsche, la filosofía de la ilusión: conocer es simplemente trabajar con
la metáfora favorita de uno, porque la construcción de metáforas es el instinto
fundamental del hombre.

El hombre es un creador de ficciones, metáforas e interpretaciones, su
mundo es siempre un mundo en perspectiva y por tanto ficcional. Lo importante
es que sea consciente de las metáforas que establece y que no las confunda
con la realidad.
La simulación o, si se quiere, el simulacro, más que una conciencia hermenéutica,
es la primera cualidad a tener en cuenta a la hora de fundamentar un
«relativismo positivo», puesto que en el momento en que deja de haber simulación
la metáfora se convierte en creencia. Dicho de otro modo, el sentido
metafórico se convierte en literal cuando se desvanece la conciencia de simulación.
Se dice entonces que la metáfora es una metáfora muerta. La metáfora
viva es aquella en cuya enunciación se sigue manteniendo la conciencia de
la aplicación inadecuada de sus términos. Convertida en creencia, la metáfora
muerta hará perder a la razón su movimiento genuinamente creativo y se
producirá un anquilosamiento.
La metáfora permite una nueva visión, una nueva organización del univer-
2 La diferencia entre filosofía y literatura, de poderse establecer, deberá girar en torno
al propio lenguaje, habrá de ser una diferencia interna al texto.
so, un nuevo orden, pero lo realmente nuevo son las asociaciones que permiten
ese nuevo orden. Inventar una metáfora es crear asociaciones nuevas.
Dar lugar a una metáfora (abrir un lugar) es crear sentido. El propio Freud
«ve toda vida como un intento de revestirse de sus propias metáforas» (Rorty,
1991: 49). A este respecto, Rorty nos señala que la importancia de Freud ha
consistido en hacer visible y aceptable la idea nietzscheana de la verdad como
«un ejército móvil de metáforas». Freud es ineludible, pues la suya, aún más
que la de Proust, «fue la mentalidad mitopoética de nuestra era; fue tanto
nuestro teólogo y nuestro filósofo moral cuanto nuestro psicólogo y principal
hacedor de ficciones» (Bloom, 1975: 112).

Las explicaciones psicoanalíticas de los sueños o de las fantasías tienen
por objeto decirle al propio soñador o fantaseador el sentido secreto de su
propia existencia. Un sentido, por otra parte, que no puede expresarse con el
lenguaje de la filosofía o de la ciencia más rigurosa, sino sólo con el lenguaje
de la poesía o la metáfora. Esta reivindicación de un léxico literario, a pesar
de que Freud buscara descifrarlo mediante el léxico de la ciencia positivista,
representa un punto de contacto directo con Nietzsche, que también propone
al poeta vigoroso como modelo dionisíaco a la altura de la época. Freud, por
otro lado, al vincular las características contingentes de la personalidad —patológicas
o no— de los individuos con su afán por construir sistemas filosóficos
o por expresar una exquisita piedad religiosa, echa abajo las distinciones
tradicionales entre lo más elevado y lo más bajo, lo esencial y lo accidental, lo
central y lo periférico.

Sigmund Freud
Freud no nos dice —y este punto es decisivo— que el arte sea sólo
sublimación, o la construcción de sistemas filosóficos mera paranoia, o la
religión sólo el confuso recuerdo del padre feroz. No nos dice que la vida
humana sea meramente una continua recanalización de energía libidinal. No
está interesado en invocar una distinción entre la realidad y la apariencia
diciendo que una cosa es ‘meramente’ o ‘realmente’ algo muy diferente. Únicamente
se propone darnos una nueva redescripción de las cosas para que las
coloquemos al lado de las otras, un léxico más, otro conjunto de metáforas
que él cree que tienen la posibilidad de ser utilizadas y, por tanto, literalizadas.
El mito abarca una dimensión de la vida humana, que sería inaccesible a
una postura epistemológica puramente objetiva. El que no podamos aprehender
una historia exclusivamente objetiva, tiene su fundamento no en una necesidad
de mistificación, o en un anhelo de posibles trasmundos, que actuarían en
una dirección oculta, sino en que el propio sujeto está inserto en la historia y
pretende desesperanzadamente acceder a la profundidad insondable del sentido,
lo que equivaldrá siempre a querer penetrar en la profundidad de sí mismo.
La constricción a la mentira se funda en la naturaleza de la propia verdad:
de ahí que nosotros en absoluto seamos capaces de querer conocer la verdad
—y si sospechamos en general algo de ella, en su inmediatez, sólo lo hacemos
en virtud de las circunstancias, porque el velo de los disimulos y representaciones,
que usualmente oculta, se levanta ocasionalmente, como por una desgracia—,
de forma que nosotros, abrasados por el dolor, comprendemos en
destellos más de lo que es bueno para nosotros.

Mas esto significa que las formas conocidas de la «búsqueda de la verdad
», particularmente las de los filósofos, los metafísicos y los religiosos, no
son, a lo sumo, más que mentiras organizadas que se han vuelto respetables
tentativas institucionalizadas de huida, que han sabido disfrazarse bajo las
diligentes máscaras de la voluntad de conocimiento. Lo que hasta ahora pretendía
ser un camino a la verdad, no ha sido en realidad más que un único
camino: ¡el camino para apartarse de ella! ¡Un camino para huir de lo insoportable
hacia la provisional dimensión soportable de alivios, seguridades,
consuelos y trasmundos! Después de Nietzsche, apenas se puede pasar por
alto que una gran parte de la filosofía hasta ahora no ha sido mucho más que
un encubrimiento ontológico. Con todo su pathos de fidelidad a la verdad,
ella incurre en la traición, tan necesaria como miserable, de la verdad insoportable
a favor de un optimismo metafísico o de unas fantasías de liberación
que alzan su vista al más allá.

Nietzsche nos proporciona una nueva imagen del pensamiento. La verdad
de un pensamiento debe interpretarse y valorarse según las fuerzas o el poder
que la determinan a pensar, y a pensar esto en lugar de aquello. Cuando se
nos habla de la verdad «a secas», de lo verdadero tal como es en sí, para sí o
incluso para nosotros, debemos preguntar qué fuerzas se ocultan en el pensamiento
de esta verdad, es decir, cuál es su sentido y cuál es su valor. Fenómeno
turbador: lo verdadero concebido como universal abstracto, el pensamiento
concebido como ciencia pura no han hecho nunca daño a nadie, es inocuo a la
vez que estéril. El hecho es que el orden establecido y los valores en curso
encuentran constantemente en ello su mejor apoyo.

Se trata de una nueva imagen del pensamiento: lo verdadero no es el elemento
(la categoría propia) del pensamiento. El elemento del pensamiento es
el sentido y el valor (Deleuze, 2002: 147). Las categorías del pensamiento no
son lo verdadero y lo falso, sino lo noble y lo vil, lo alto y lo bajo, según la
naturaleza de las fuerzas que se apoderan del propio pensamiento.
Existen verdades de la bajeza, verdades del esclavo. Inversamente, nuestros
pensamientos más elevados tienen en cuenta lo falso; más aún, no renuncian
jamás a hacer de lo falso un poder elevado, un poder afirmativo y artístico,
que halla su realización, su verificación, su devenir verdadero en la obra.
Así, el concepto de verdad se determina sólo en función de una tipología
pluralista. Y la tipología empieza por una topología. Se trata de saber a qué
región pertenecen ciertos errores y ciertas verdades, cuál es su tipo, quién las
formula y las concibe. Someter lo verdadero a la prueba de lo bajo pero, al
mismo tiempo, someter lo falso a la prueba de lo alto: ésta es la tarea realmente
«crítica» y el único medio de reconocerse en la «verdad». Cuando alguien
pregunta para qué sirve la filosofía, la respuesta debe ser agresiva ya
que la pregunta se tiene por irónica y mordaz. La filosofía no sirve ni al Estado
ni a la Iglesia, que tiene otras preocupaciones. No sirve a ningún poder
establecido. La filosofía sirve para entristecer. Una filosofía que no entristece
o no contraría a nadie no es una filosofía. Sirve para detestar la estupidez,
para hacer de la estupidez una cosa vergonzosa.

REFERENCIAS
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Madrid: Visor.
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