Cuando en octubre de 1990 Mijail Gorbachov  realizó su histórica visita de Estado como Presidente de la Unión Soviética a  España, se incluyó en la agenda paralela de la primera dama, Raisa, un acto de  contenido más que simbólico. La consorte del mandatario quiso conocer en la  madrileña Plaza de España el monumento a Cervantes, presidido por dos grandes  estatuas de Don Quijote y Sancho Panza. Toda una prueba de la tradicional  admiración que los rusos han sentido desde hace siglos por nuestra cultura, en  su más amplio sentido, muy especialmente por las manifestaciones artísticas del  siglo XVII. Precisamente “El siglo de Oro español: texto e imagen” es el volumen  que recoge una selección de las ponencias del congreso que en mayo de 2010 tuvo  lugar en el Museo Ermitage de San Petesburgo, organizado por el Instituto de  Literatura Rusa de la misma Ciudad y el Grupo de Investigación sobre el Siglo de  Oro de la Universidad de Navarra. La relación entre escrito y representación  visual durante la centuria es el hilo conductor del elenco de colaboraciones  coordinado por Ignacio Arellano y Vsévolid Bagnó, que en calidad de editores  presentan una obra de gran interés historiográfico. Si Bagnó aporta un sugerente  estudio sobre la serie de ilustraciones de Alekseev sobre El Quijote, los  restantes ensayos se sumergen de lleno en el lenguaje simbólico que en España de  Felipe III, Felipe IV y Carlos II se empleó con profusión: teatro, pintura,  metáforas, emblemática, iconografía…
Luzmila Kagané nos propone una interesante  reflexión sobre un trío de obras maestras de Velázquez, sus Esopo, Menipo y  Marte, ubicadas en la hoy desaparecida Torre de la Parada, el pabellón de caza  que en el monte de El Pardo. Nadie discute hoy que los temas de las pinturas y  otras obras artísticas que decoraban las residencia regias  respondían a  programas iconográficos simbólicos, que pretendían transmitir determinadas  imágenes de poder, aunque fuera al reducido número de cortesanos o visitantes  que penetrasen en tan selectas estancias. Kagané, como en su momento Manuela  Mena, parte de la base de que el pintor se ocupó de adornarlo durante su  reconstrucción hacia 1630 no sólo en sentido estético, sino material, pues  aportó ideas para el programa iconográfico y decorativo de sus paredes. Y a  partir de ahí, la historiadora se adentra en la capacidad del maestro sevillano  por mostrar, a través de modelos paganos de la Antigüedad, críticas a la  situación moral, económica y social de su época. Esopo, el fabulista griego por  antonomasia, fue en realidad un esclavo feo y jorobado, que señaló defectos  humanos con sus historias de animales que personificaban pasiones. Menipo, un  esclavo liberto del siglo III a. C., llegó a amasar una gran fortuna,  suicidándose al perderla. Y el Marte central, un dios abatido, representado con  casco de guerra, pero sentado y abatido…
Es fácil estar de acuerdo con la teoría que se  apunta: para un edificio menor, como un cazadero real, cuadros “críticos” con el  régimen –expresión nuestra, conste-, mientras se construía en gran palacio del  Buen Retiro con sus enormes lienzos con victorias militares de enorme coste  económico y pequeña repercusión real para los españoles… Tomando como modelos  para esos grandes cuadros del Salón de Reinos, como apunta Alfonso Rodríguez G.  de Ceballos en otra de los ensayos, nada más y nada menos que escenas de obras  teatrales de Calderón o Lope. Un libro de lujo para quien admire la relación  entre pintura, historia y literatura.
Andrés Merino Thomas

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