J.D. Salinger peleó por su anonimato desde que la novela El guardián entre el centeno lo convirtió en un escritor de éxito. Su muerte en enero, en la aislada casa donde se recluyó hace décadas, da pie a un recorrido por la vida de aquellas celebridadades que, a su pesar, despertaron el interés de la sociedad.
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http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2010/544/1267443258.html
GONZALO UGIDOS/ FOTOGRAFÍA: TED RUSSEL
El mismo día en que nació Alejandro Magno, un pastor llamado Eróstrato incendió el templo de Artemisa en Éfeso, una de las siete maravillas del mundo, para hacerse famoso. Enterado de su intención, el rey persa Artajerjes ordenó que su nombre fuera borrado de cualquier inscripción. Pero Eróstrato se salió con la suya y los historiadores registraron el hecho y su nombre.
El complejo de Eróstrato es el trastorno de sobresalir a toda costa, pero los síntomas más leves son una epidemia, como prueba que todo el mundo se cuelgue en la red. Lo raro es lo contrario, lo que los filósofos estoicos llamaban libido nescire, la pasión por el anonimato, la fobia a la popularidad, la vocación de hombre invisible que afectó al escritor J.D. Salinger (Nueva York, 1911-New Hamsphire, Estados Unidos, 2010),
pero también a otros famosos a su pesar, que dieron que hablar por no querer dar que hablar.
Cuando en 1951 Salinger publicó El guardián entre el centeno, de la noche a la mañana se convirtió en un best seller. El autor incubó una mezcla de miedo y de asco a la fama y dio la espalda a la adulación y al éxito, vivió en voluntaria reclusión durante más de 50 años y se convirtió en famoso por no querer serlo. Jamás hizo declaraciones, salvo en 1974, cuando tratando de evitar la publicación de algunos de sus cuentos le dijo a un periodista de The Times: "Hay una maravillosa paz en no publicar. Publicar es una invasión terrible de mi privacidad". Pero cuanto más se empeñaba en preservar inexpugnable la hornacina en que se enclaustró, más atención suscitaba en los medios y más elocuente se volvía su silencio.
Durante años, los periódicos y revistas de New Hampshire, donde residía, convirtieron en deporte mandar a los reporteros a intentar retratarlo. De joven, Salinger tenía un aspecto melancólico y apacible, pero en las pocas fotos que pudieron robarle de mayor, se le ve adusto y hosco. Se sintió torturado cuando se publicaron las memorias de su ex amante Joyce Maynard (Mi verdad, Ed. Circe, 2000) y un libro de su hija Margaret (El guardián de los sueños, Ed. Debate, 2002), en el que afirmaba que Salinger era un maltratador, un obseso sexual y un egocéntrico. Añadía que bebía su propia orina y una lista de sus entusiasmos: el budismo zen, el hinduismo Vedanta, la Cienciología y la acupuntura. Gastaba la mayor parte de su tiempo y energía tratando de escapar del mundo y unos decían que no había vuelto a escribir nada; otros que, como el protagonista de El resplandor (1980), de Stanley Kubrick, escribía la misma frase una y otra vez o que, como el Gogol último, escribía mucho y lo quemaba todo. Hasta el mismo día de su muerte, su vida fue una melancolía por el anonimato y oscuridad perdidos.
Más éxito en su fuga de los focos está teniendo Thomas Pynchon (Nueva York, 1937), otro autor de culto y otro insociable del que sólo se conocen media docena de fotos de cuando era estudiante y recluta en la Marina. Nadie sabe muy bien quién se esconde detrás del autor de La subasta del lote 49 o Vineland, laberínticas novelas-fetiche del posmodernismo.
LOS MÁS GRANDES. Habitualmente citado como candidato al Premio Nobel, el crítico Harold Bloom lo ha comparado con los más grandes: Don DeLillo, Cormac McCarthy y Philip Roth. Fue hippie y activista contra la guerra de Vietnam, pero siempre escondido entre Nueva York, México y California. Su brillante expediente universitario desapareció, el de su servicio militar se quemó y su nombre no figura en los registros de la empresa Boeing para la que trabajó. Ha publicado sólo siete novelas en 43 años y tan llamativo como su estilo es su virtuosismo para jugar al escondite, que ha generado morbo a granel. Se llegó a publicar que era el terrorista Unabomber y que Pynchon era un seudónimo de Salinger. Pynchon replicó: "Caliente, caliente. Sigan intentándolo".
Su viejo amigo Jules Siegel firmó en Playboy una semblanza en la que revelaba que la fobia social de Pynchon se debía a un complejo con su dentadura, agudizado tras una operación maxilofacial. El último que lo vio fue Salman Rushdie, que le agradeció su apoyo cuando sufrió la fatwa de Jomeini. Una legión de fotógrafos y periodistas fue incapaz de encontrar su rastro hasta que, en 1998, The Sunday Times publicó una foto suya paseando con su hijo. Sus últimas apariciones públicas fueron en Los Simpsons.
A veces, la fama parece tener una extraña química y, cuanto más se rehúye, más se tiene. La obsesión por dar esquinazo a los laureles ceba el interés público. La pregunta es ¿por qué se esconden? ¿Es miedo o sólo una pose maldita? Ser esquivo, muy esquivo, es a veces una patología y otras una impostura. A fin de cuentas, también existe el marketing del escondite, el propósito de hacer que hablen de uno recurriendo a la excentricidad de la ocultación. ¿Acaso no forma parte de la leyenda de Rimbaud (Charleville, Francia, 1854-Marsella, 1891) tanto su poesía como su biografía de perdido en Africa? No sólo en la historia de la Literatura, sino en la Historia a secas, es difícil toparse con un tipo tan insumiso, tan canalla, tan depravado y, al final, tan huraño como Rimbaud.
Se escondió en 13 países diferentes de tres continentes distintos y se camufló en obrero, profesor, mendigo, estibador, mercenario, chapero, explorador, comerciante, traficante de armas y profeta musulmán en Etiopía y Somalia. Y para hacer todo eso sólo necesitó vivir 37 años y un mes. Primero quiso inventar nuevas flores, nuevos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas; luego su ansia de opacidad lo llevó a fugarse lejos y para siempre. Esa segunda vida sedujo a sus contemporáneos tanto como sus años de público malditismo y versos inmortales.
Más difícil tenía dar gusto a su antropofobia su contemporánea, la emperatriz Sissi (Munich, 1837-Ginebra, 1898). Desde que a los 23 años viajó a Madeira para huir del rígido protocolo de la corte de Viena, no paró de esconderse hasta que, 38 años después, el anarquista Luigi Lucheni la encontró en el muelle de Pâquis de Ginebra y la hizo desaparecer del todo. La llamaban la emperatriz Locomotora porque siempre estaba de viaje, no tanto por la pasión de conocer otros lugares, como por su fobia social. En Lisboa y Sevilla; en los balnearios de Bad Kissingen y Karlsbad; en la isla de Wight; en Irlanda; en las Cícladas, o en Egipto, cada vez que su barco tocaba puerto, hacía salir a su peluquera, Fanny Angerer, que tenía su misma altura y silueta, vestida con sus trajes, para que fuera la homenajeada, mientras ella paseaba de incógnito.
No tenía amigos que no fueran sus caballos y sus perros, porque estaba afectada de una mezcla de misantropía e insociabilidad. "Muchos de mis caballos -dijo proféticamente- han ido a la muerte por mí, cosa que no ha hecho nunca un hombre; ellos querrían más bien asesinarme".
Incapaz de exponerse al escrutinio de la sociedad vienesa y de los cortesanos, ejercía de emperatriz intermitente y años hubo en los que sólo pasó en la capital del imperio dos de los 12 meses. "Entre el barullo de los mozos de cuerda y los asnos de El Cairo, me siento menos oprimida que en un baile de la corte", dijo. Se ocultaba tras un velo negro, un abanico y una sombrilla. Maurice Barrès escribió que cuando, a las puertas del hotel Beau-Rivage, Lucheni se acercó a ella, la emperatriz ya era "una extranjera de la existencia y, en realidad, una muerta". A fuerza de no soportar la fama, fue una reina que no quiso más reino que el de su vida interior.
RECICLAR PAPEL. La misantropía hizo de Schopenhauer (Gdansk, Polonia, 1788-Francfort, 1860) el más célebre de los filósofos esquivos. Cuando terminó El mundo como voluntad y representación (1819), envió el manuscrito al editor con una nota a la altura de su arrogancia: "Este libro será en tiempos venideros fuente y ocasión para un centenar de otros libros". Casi 16 años más tarde, los editores le informaron de que casi toda la reducida primera edición se había usado para reciclar papel. Era lo bastante soberbio para no acusar recibo y reaccionó con estas palabras: "¿Se sentiría halagado un músico por los aplausos de una audiencia si supiera que casi todos eran sordos?".
No sin rencor asistía al éxito de Hegel. Cuando el cólera asoló Berlín y mató a Hegel, Schopenhauer huyó. A los 45 años se instaló en Francfort y allí vivió durante los 28 siguientes una vida de soltero cuya extremada regularidad seguía el modelo de Kant. Desde los 65 años, disfrutó de una fama molesta los siete que le quedaban por vivir. Tosltoi lo llamó "el más genial de los hombres"; para Wagner, su doctrina supuso "un verdadero regalo del cielo", para Nietzsche fue "un gran maestro". El auditorio ya no estaba lleno de sordos, sino de delicados melómanos que aplaudían su música celestial. Pero él buscaba el silencio y la lejanía de todos. Pensaba que la gente es solitaria, pobre, desagradable y embrutecida y por eso prefería estar solo.
EREMITA EXCÉNTRICO. Como Henry David Thoreau (Massachusetts, 1817-1862), autor de Walden o la mística del bosque (1854), una biblia de las ensoñaciones ecologistas. Con 28 años, se adentró en un bosque de Concord (Massachusetts) y se construyó una cabaña, donde vivió dos años como un eremita excéntrico. Este pionero de la desobediencia civil leía allí a los clásicos, miraba el cielo, atendía los menores detalles de la naturaleza y escribía como un poseso. En alguna de sus páginas describió la vida ciudadana como millones de seres viviendo juntos en soledad. Él prefería los vientos, la hojarasca, los animales, las raíces y los lagos de la naturaleza convertida en santuario. Pero por su hiperactividad literaria y moral se convirtió en un poderoso influjo para las mentes más inquietas de su generación y sobrellevó su éxito como un gaje irritante de su lucidez.
Bruno Traven (Alemania, 1882-México, 1969) amaba tanto la invisibilidad que sigue siendo un enigma 40 años después de su muerte. Fue el autor de El tesoro de Sierra Madre (1935), que John Huston y Humphrey Bogart llevaron al cine. Su verdadero nombre debió de ser Bernhard Traven Torsvan y acaso era alemán. Al menos escribía en alemán. Pero ocultó su identidad tras docenas de seudónimos. Sus lectores lo conocen como B. Traven y es todavía el hombre que nadie conoce, que es precisamente el título de una antología de sus cuentos.
Fingió ser un cerrajero polaco, un marinero noruego, un anarquista bávaro y es seguro que en algún momento de su vida fue todas esas personas. También es seguro que llegó a México en 1924 y allí escribió sus primeras novelas. Se hizo famoso en todo el mundo y sus obras se traducían a cuarenta y tantos idiomas, pero rechazaba la mirada de los otros y, exacerbando el exhibicionismo de la misantropía, se convirtió en un misterio envuelto en secretos con un enigma dentro.
El periodista mexicano Luis Spota publicó, en 1948, los resultados de su cacería. Contó que vivía en una casita del parque Cachú en Acapulco y recibía la correspondencia en un apartado de correos. Después de la aparición del reportaje, el hombre que vivía en el parque Cachú envió una carta a la misma revista negando que fuera Traven. Él era, aseguró, Hal Croves. Sin embargo, Hal Croves y B. Traven parecen ser la misma persona. Alguien que lo conoció en 1954 dijo: "Traven o Croves era retraído, taciturno, hosco, da la impresión de no gustar de las relaciones sociales".
Hay excentricidades precoces que arraigan desde la infancia. Cuando, además, prosperan sobre una personalidad polifacética y se alían con la ambición, el resultado es la excepcionalidad, o sea, un genio, un santo o un héroe. Howard Hughes (Houston, 1905-Acapulco 1976) podría haber pertenecido a una de esas categorías, pero se quedó en un atrabiliario solitario.
Desde niño, soñaba con volar alto y por eso quiso ser piloto. Cuando creció y se hizo un hombre, su fama de playboy proyectó sombras sobre sus otros éxitos. Al heredar la fortuna paterna, muchas mujeres se arrimaron a su dandismo. Sedujo a Katharine Hepburn, a Bette Davis, Gene Tierney, Ava Gardner... Se cansó y empezó a autorrecluirse. Padecía microfobia, un pánico cerval a los gérmenes y de niño creció con una percepción hostil del mundo exterior. Tras un gravísimo accidente cuando pilotaba el avión espía XF-11, desapareció de la vida pública hasta que, en abril de 1976, agonizó en un hotel de Acapulco. Estaba irreconocible y el FBI lo identificó por sus huellas dactilares.
En algún momento de su vida, sus pasos se cruzaron con los de Greta Garbo (Estocolmo, 1905-Nueva York, 1990). Llegó a Hollywood en 1925, entonces todavía se llamaba Greta Gustafsson, y El demonio y la carne (1926) la lanzó al estrellato. Fascinó al mundo con su nariz respingona, sus cejas depiladas y su carcajada casi varonil. Era pudorosa y exigía rodar sus escenas en platós cerrados, con sólo el director, el galán y el cámara. A los 36 años rodó con Cukor La mujer de las dos caras (1941) y cambió los focos por el enigma, porque no quería envejecer delante de las miradas de la gente. Adoptó la identidad de Harriet Brown y se recluyó en un apartamento de Nueva York.
La Divina se convirtió en La Misteriosa y su silencio lo llenó de rumores y escándalos. La vieron, casi siempre apresurada, por Park Avenue o durante algún veraneo en Suiza, envuelta en ropas amplias y con gafas oscuras. Su aureola de misterio fue el estímulo paradójico que reavivó el mito, pero los incontables intentos periodísticos de rescatar su voz fueron inútiles. "Los periodistas son la peor raza que existe", dijo a un amigo. Y añadió: "No me gusta verme expuesta". Cuando en 1955 le concedieron un Oscar honorífico no fue a recogerlo. En Gran Hotel (1932), el guionista le hizo decir la frase que resumiría su obsesión: "Quiero estar sola". Su última entrevista fue la más breve, el periodista empezó diciendo: "Yo me pregunto..." y La Misteriosa le interrumpió: "¿Por qué preguntarse?". Y se marchó.
Y es que hay tipos que, a fuerza de misteriosos, no pueden dejar de ser grandes; pero ellos no lo saben porque ignoran lo elemental: para ser invisible no basta con no tener éxito, es necesario no merecerlo.
Fuente:
http://www.elmundo.es/suplementos/magazine/2010/544/1267443258.html
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